Discurso inaugural

  • Transcripción: intervención de Manuel Seco (3CICTE)

    Encontrarme ante vosotros, los correctores, me hace experimentar la sensación agradable de hallarme con un grupo de cerebros de una actividad en la que, por exigencias de mi propio oficio, me he infiltrado en muchas ocasiones. La primera vez que me encontré frente a unas pruebas de imprenta acababa de cumplir los veinte años y tenía que ocuparme de la reedición de una gramática de mi padre, ya muerto, que publicaba la editorial Aguilar. Con la ayuda de un manualito, que ya no recuerdo ni cómo se llamaba y que he perdido, conseguí que la nueva salida del libro, en el año 1954, apareciese satisfactoriamente limpia. Después ya me he ocupado, hasta hoy, de la puesta de largo de bastantes artículos y libros míos, que se han impreso sin rebasar las tres o cuatro erratas gordas indispensables. Desde aquellos tiempos, no pasa ante mis ojos libro, periódico, letrero o manuscrito sin que, por instinto, valore su corrección ortográfica. Para mí, como aún más para vosotros, la ortografía no significa solamente lo que entiende la mayor parte de la gente: la selección de «v» o «b», de «h» o no «h», de «g» o de «j», o el empleo de la tilde —la eterna preocupación de una minoría—. La ortografía es, en buena medida, el uso de la puntuación: recurso gráfico indispensable para la inteligencia de un texto. También ese pequeño código se ocupa de minucias como la partición de la palabra en final de línea, el empleo o desempleo del guion en composición o el uso o desuso de las mayúsculas. Para todas estas cuestiones y muchas más, se ha publicado la nueva Ortografía de la Academia, que sirve para sembrar nueva confusión entre sus lectores.

    Contra vuestro trabajo es cierto que conspiran, en los autores y lectores, sus amplias lagunas en el aprendizaje de la lengua; pero también hay que renunciar al vicio de la Academia de reformar las normas ortográficas cada pocos años. Algunos hemos protestado, en vano, contra esta veleidad. Las lenguas, en especial las cultas, tienden a ser conservadoras; buscan la estabilidad, no solo por medio de la educación, sino cuidando su faceta visible, que es la escritura. Las lenguas más universales —el francés y el inglés— mantienen en el tiempo casi intactos sus sistemas ortográficos, a pesar de los evidentes desajustes que ostentan entre los sonidos y su representación gráfica. ¿Cuál es la razón de ese conservadurismo que observamos? Es el hecho de que, estando repartido el idioma —un idioma como el español, el inglés o el francés— entre varios países y continentes, con varios acentos regionales, el mantenimiento de una forma escrita estable actúa como seguro de unidad idiomática entre tierras a veces muy separadas. Como decía Ángel Rosenblat, «la letra, con su fijeza inmutable, es un lazo de unión a través de las generaciones y por encima de las más espectaculares diferencias de pronunciación. La lengua oral es fraccionadora, la escrita es un portentoso agente de unificación».

    Es un error grave hacer reformas ortográficas, sobre todo en una lengua como la española, que se reparte por grandes zonas del globo. Tocar la ortografía, con el pretexto que sea, es una torpeza que causa bastantes perjuicios y muy dudosas ventajas. Una reforma ortográfica, aunque sus inventores la presenten como muy sensata —que no siempre lo es—, por fuerza es perjudicial e indeseable al crear desconcierto durante un tiempo, tal vez prolongado, en la masa de usuarios de la escritura. La gravedad de este error se acentúa cuando los cambios se imponen con demasiada frecuencia. Desde mediados del siglo xx, la Academia ha estado publicando retoques y cambios en su doctrina ortográfica en 1952, 1959, 1969, 1974, 1999 y 2010 —no está mal para tener una buena secuencia de cambios, todos ellos con la pretensión de ser definitivos—. Esta realidad afecta profundamente a los correctores, que a menudo se encuentran entre dos fuegos. ¿Respeto la grafía del autor o someto todo el escrito a los últimos edictos académicos? ¿Cuántas veces es posible, en uno u otro supuesto, obtener una respuesta clara? La Academia, en el siglo pasado, lanzó la propuesta de suprimir —es un ejemplo, nada más— la «p» inicial en las voces de la familia griega ψυχή, o sea psique. Durante algunos años se generalizó bastante la sicología, el sicólogo y el siquiatra con «s» inicial. En cambio, la película Psicosis llevaba una «p» clarísima. No es momento para discutir esta cuestión, pero el hecho es que parece que siguen imponiéndose las psicologías con «p».

    La Academia, aunque ella lo niegue, ejerce el papel de preceptora o mandamás de los usos lingüísticos, olvidando la declaración de los primeros académicos en 1726. Decían: «La Academia no es maestra del idioma ni maestros los académicos, sino unos jueces que, con su estudio, han juzgado las voces». Es decir, observadores, críticos y calibradores del uso, pero no regidores. Hace muy poco oí por la radio una frase propia de los autores de titulares ingeniosos. Decía: «Los reyes del idioma reciben a los reyes de la nación». Los académicos no son reyes del idioma ni de nada. Ni deben serlo nunca. Y deben recordar ellos mismos siempre el juicio de Larra, en 1836, acerca del Diccionario académico: «El diccionario tiene la misma autoridad que todo el que tiene razón cuando la tiene».

    Termino atreviéndome a pediros un par de pequeños favores, pero no para mí, sino para el idioma que todos nosotros amamos. Son muestras de favor que yo os pido. Primero, ¿sería posible que en esta nubecilla del margen, en la que tan tímida como educadamente insinuáis al autor que se exprese mejor, indicarais la necesidad de no caer en el frecuente error de usar le y no la para el pronombre personal femenino, complemento? A Yolanda le encontré muy bien. Este le es de uso reciente muy extendido. Pero ese le, para un acusativo femenino, es disparatado. ¡Y se oye y se encuentra mucho en los textos periodísticos! Los que así dicen y escriben tienen terror, cuando dicen le encontré muy bien a una mujer, a ser laístas, cuando deberían tener temor a ser ignorantes.

    Segundo, ¿sería posible ayudar a evitar la hipercorrección política de decir compañeros y compañeras, asociación de padres y madres de alumnos? He llegado a oír, hace pocos días, la expresión «nosotros y nosotras» a un caballero —parece que este hombre era ambiguo—. Todos sabemos que el español, como otras lenguas, tiene un uso de las formas masculinas, llamado inclusivo, que es válido como forma única para referirse simultáneamente a los dos géneros. Mis padres no significa que tenga dos padres varones, sino un padre y una madre. Esto lo sabe todo el mundo, pero los hay que tratan de puntualizar por un sexismo mal entendido que, cuando decimos los alumnos, hay que decir los alumnos y las alumnas, o en las circulares que recibo del Ateneo de Madrid se dice «los socios y socias»… ¡pero, señores, si todos somos socios! El masculino es inclusivo, incluye el sexo femenino, y no hay por qué sentirse ofendida porque esté incluido. Es una tradición del idioma y el idioma es tradición. Hay que respetar las tradiciones, no hace falta reformarlas.

    En fin, me vais a perdonar que haya sido, en poco tiempo, tan pesado como si hubiese estado mucho rato hablando. Tenedme como buen amigo, que es lo que más me importa. Muchas gracias a todos.
    Manuel Seco

    (Transcrito por Judit de Diego)

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